Era tan posible como ir y cruzar la calle para comprar esos huevos de gallinas. Me habían enviado temprano, toda la familia estaba por acabar toda la armonía que apenas podía resistir con los que ya vivía.
—Esos mismos quiero— dije a la del supermercado.
—Buena elección, son unos huevos muy grandes—dijo ella entrándolos en la bolsa. Yo había pensado algo chistoso con su respuesta pero dudo mucho de que el autor de este relato me permita decirlo.
Pagué la factura, había comprado 2 zanahorias dobladas y dos papas que parecían haber caído en un basurero. Nadie se iba a dar cuenta, al final yo no soy el que las pelo y raramente me como algo que esté fuera de la sopa.
Al salir me choqué con una chica, no me volví a mirarla pero dejó curiosamente un hebra de su pelo en mi hombro, “qué forma de maldecir a los hombres”, pensé, mientras me sacudía el hombro.
—Se te rompió la bolsa— se aventuró a decir ella.
—Pero no está rota… —dije recorriendo con la mirada lo que llevaba en mano.
—De todas formas olvídalo, ya nada de eso importa cuando se está muerto.
-Saúl Torres